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OPINIÓN

La renuncia de Paloma Herrera, un adiós personal que todavía espera una explicación oficial

Miembros del Ballet Estable del Teatro Colón, durante un ensayo.

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La bailarina Paloma Herrera renunció a la dirección del Ballet Estable del Colón después de cinco años de gestión. Lo hizo con una carta personal dirigida a su Directora General, María Victoria Alcaraz. Los motivos allí detallados se referían, en gran medida, a cuestiones estructurales y a las condiciones de trabajo de los integrantes de la compañía, cuya complejidad explicó en este diario con claridad Florencia Werchovsky. Las discusiones posteriores tuvieron lugar, como sucede habitualmente, en ese mundo difuso llamado “las redes”: tweets donde se repetía lo de “una compañía de 100 donde apenas bailan 50” (una de las frases de la carta de Herrera) y lo del supuesto “subsidio al desempleo municipal”. Y, del otro lado, una compañía que lejos de respaldar a su ex directora, se encolumnaba detrás de las denuncias en las que algunos de sus integrantes la acusaban de maltrato.

Herrera decía no poder dirigir el Ballet Estable en las condiciones actuales y el Teatro Colón, en un breve comunicado de prensa donde anunciaba su dimisión, insinuaba, en la última oración, que era ella la que no había estado a la altura de las circunstancias: “se la acompañó institucionalmente durante toda su gestión, entendiendo que es una tarea compleja y exigente”. Werchowsky señala con tino la larga data de los conflictos del Colón con sus trabajadores y, sobre todo, el hecho de que ese teatro, que significa la mayor inversión de la ciudad de Buenos Aires en el campo de la cultura, no es sólo un edificio sino, sobre todo, lo que allí se produce y quienes son los que lo producen. La antigüedad de las dificultades para el buen funcionamiento de ese teatro es tal, en todo caso, que ya en 1920, el diario La Nación hablaba de “una crisis que ya lleva muchos años”. Y es que, en efecto, esa crisis casi permanente se remonta a sus vicios de fundación.

Creado en 1857 como una institución del Estado –en ese entonces la provincia de Buenos Aires, de la que la ciudad era parte–, pasó a la órbita de la Nación en 1880, cuando Buenos Aires se convirtió en Capital Federal. Funcionaba, en ese entonces, en el lugar donde luego se construyó el Banco Nación, frente a Plaza de Mayo. La ley 2381, llamando a licitación pública para construir un nuevo edificio para el teatro Colón, fue aprobada por el Congreso de la Nación el 20 de octubre de 1888. El nuevo Teatro Colón fue inaugurado recién en 1908. Había en ese momento, en la ciudad, otras ocho salas dedicadas a la ópera: Politeama, Odeón, Comedia, San Martín, Marconi, Teatro de la Ópera, Coliseo y Avenida. En todos los casos, incluyendo el Colón, se programaban exclusivamente compañías extranjeras. Hacia mediados de la década de 20 del siglo pasado casi toda la actividad operística de la ciudad había cesado. De esos ocho teatros, la mayoría había cerrado y el resto comenzó a programar otros espectáculos. El Estado, entonces, rescató al Colón de su primera crisis, reemplazando el sistema de concesiones a privados que había estado vigente hasta el momento.

En 1925, se hizo cargo de su financiamiento integral y creó a sus tres grandes organismos artísticos estables, la orquesta, el coro y el ballet. Pero en ninguno de los tres casos ideó una estructura legal que contemplara las particularidades de las tareas de esos nuevos trabajadores del Estado que, sencillamente, fueron asimilados al resto de los empleados públicos. Por un lado, el Colón no surgió de las necesidades de una actividad artística local ya consolidada sino que, en alguna medida, la modeló. Es decir que ese teatro nunca tuvo un verdadero ecosistema que lo contuviera. Como una rosa plantada en el desierto, podía sobrevivir. Pero para eso necesitaba cuidados excepcionales. Por otra parte, el Estado decidió parecerse a las grandes capitales del mundo teniendo su propia orquesta sinfónica, su propio coro y su propio ballet –además de un gran teatro capaz de albergarlos– pero jamás pensó cómo debía hacerlo. Y aun sigue sin pensarlo.

Entre otras cuestiones, la renuncia de Paloma Herrera vuelve a poner en escena que mientras los trabajadores artísticos del Colón no tengan un encuadre laboral específico las crisis serán inevitables. Dicho de la manera más sencilla posible, las funciones de un bailarín o una bailarina, entre muchas otras cuestiones, no son compatibles con una jubilación a los 65 años. Un bailarín que no ha cumplido esa edad, con una carrera detrás, aun capaz de bailar pero, tal vez, no con el nivel de exigencia de una compañía de primer orden, no puede ni jubilarse, ni dedicarse a la docencia con un salario similar al que percibía, ni irse a otra compañía rentada (porque no la hay) y, además, no puede dejar su lugar libre para que las camadas más jóvenes accedan a esos puestos de trabajo. 

Pero en la carta de Herrera hay otra cuestión importante en un párrafo al que no se le ha dado la trascendencia que merece y al que el Colón, en su comunicado, no ha respondido. “Todo se precipitó ­–dice Herrera– a raíz de una reunión que tuve con el Director Ejecutivo del Teatro sobre el fin de año”. Quien ocupa ese cargo desde 2016 es Martín Boschet, quien ya se había desempeñado en esa función en 2007 y debió renunciar, en ese momento, a causa del escándalo derivado de la cesión de la sala del Centro de Experimentación del Teatro Colón para un show del baterista de Ramones contratado por la firma Converse.

El funcionario, que permaneció en la planta de la Jefatura de Gabinete porteña, en ese entonces a cargo del actual Jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, encaró como empresario privado, durante sus años fuera del Colón, la organización de diversas galas de ballet internacionales, en el Teatro Coliseo. “Me hizo saber –cuenta la ex directora del Ballet– que para el 2022 tiene una lista de los maestros que vendrán; que se harán audiciones para categorías de principales y solistas (pero solo para algunos). Los que él elija no harán audiciones y quedarán, y el resto que tenía la categoría por méritos ganados, volverían al cuerpo de baile y audicionarían. Pero sería YO quién debería hacerme cargo de esa decisión frente a los bailarines”. Lo que explica Paloma Herrera es que el detonante de su renuncia fue que se negó a comunicar a la compañía, en su calidad de directora, que algunos bailarines –los determinados por Boschet– no audicionarían, y el resto sí. Y eso, sumado a los desacuerdos al respecto entre el Director Ejecutivo y Alcaraz, la Directora General, mencionados por fuentes reservadas, merecería una explicación que la institución aun no ha ofrecido. 

DF

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