Spinetta y el invisible grano de la voz, Gardel y la canción social, Benny Goodman y las felices sesiones del 58
Invisible. En vivo Teatro Coliseo 1975 (Sony)
Podrían decirse muchas cosas. Que en el comienzo estuvo “Durazno sangrando”, que acababa de editarse en disco. Que “Azafata del tren fantasma” fue una travesía de más de 17 minutos por un desvío que no figuraba en ninguna red ferroviaria de entonces. Que Invisible estaba en estado de gracia. Que la grabación que Carlos Melero realizó desde su mesa de sonido del Teatro Coliseo el viernes 21 y el sábado 22 de noviembre de 1975 es de un detalle en los planos y una precisión tímbrica inusuales. Que se estrenaron dos temas que formaron parte del disco siguiente, El jardín de los presentes. O que el registro permaneció inédito 42 años. Pero nada de eso acabaría de significar todo lo que significa sin una de las piezas más extraordinarias y plenas de sortilegios del rompecabezas de la música argentina: la voz de Luis Alberto Spinetta. Y, sobre todo, su manera de utilizarla.
Él cantaba como nadie. Pero no en el sentido gardeliano, referido a la calidad, a un cierto cenit inalcanzable para otros, sino de una manera literal. Una excepcionalidad que remite, como diría Roland Barthes, al grano de su voz. Se asume que era un cantante de rock porque él se incluyó en ese mundo. Porque, sencillamente, ese era el continente –abierto, en ese entonces experimental– que podía albergar el territorio creativo de alguien joven a fines de los sesenta. Pero Spinetta no cantaba como alguien del rock. Sus inflexiones, la manera de quebrar la voz en el final de “Laura va” o de susurrar, al borde del silencio, de la fractura del sonido, en la versión de “Durazno…” que abre esta edición perfecta de una actuación perfecta, no vienen de ahí. La riqueza de matices de la que era capaz en cada sílaba, las múltiples mutaciones del timbre y el cuerpo de su voz sobre una sola nota, no tenían que ver con la tradición del rock.
Eso no significa que no hubiera allí cantantes sumamente expresivos: Jagger, Daltrey, Plant, Lennon y/o McCartney, Javier Martínez. En algunos de ellos aparecía, de manera más evidente, el sustrato del blues pero, en general, primaba el estilo distante –brechtiano, podría decirse– de las baladas inglesa y escocesa. Una buena muestra resulta de comparar, por ejemplo, esa última frase de “Laura va” (“y el la ayuda a entrar/ en el tren./ La cubre de besos/ y el sol también.”) con el momento dramáticamente culminante de “She’s Leaving Home”, de The Beatles (“parada sola en lo alto de la escalera/ ella se quiebra y grita a su marido:/ Papi, nuestra nena se ha ido…” El efecto expresivo de la canción de McCartney –y de su voz– está en la falta de expresión aparente. Ella se quiebra y grita pero la canción sigue como si nada. Ese invento tan inglés –ya lo había usado John Dowland en la época isabelina– de la danza triste. Spinetta carga de pathos, en cambio, cada una de las sílabas. Y en la última de “también” hay un pequeño vibrato, un asomo de llanto casi imperceptible. Pero casi es, en este caso, la palabra más importante.
La fuente de Spinetta es más el tango que el rock. O, en todo caso, su improbable intersección con el blues y el jazz, esas músicas donde ningún sonido termina exactamente como comienza. En todo caso, su manera de cantar es totalmente argentina y se inscribe, eventualmente, en una encrucijada temporal y espacial precisa: Buenos Aires de los 60 y los 70 y ese particular espíritu de modernidad que coexistía con gobiernos de militares del Opus Dei o brujos de la Propaganda Due.
Cuando Invisible mira a Led Zeppelin lo hace traducido por el recuerdo de Alberto Marino. O por toda esa serie de la modernidad argentina en la que afluyen Piazzolla, la tradición del tango, María Elena Walsh, Jorge de la Vega, Nacha Guevara, Dina Rot, Mercedes Sosa y la “Nueva Canción”, Eladia Blázquez, Manal, Los Fronterizos, y las encarnaciones locales del jazz, encabezadas por nombres como los del Gato Barbieri, Lalo Schifrin y Jorge López Ruiz (que, por otra parte, era el director musical de Sandro). De otra manera no es comprensible la riqueza de “Durazno sangrando”: la cruza entre el renacentista bajo de la chacona (o del Canon de Johann Pachelbel), Dave Brubeck, una voz en las fronteras del sentimentalismo que se ocupa de relatar cada matiz de un texto extraño, acerca de la muerte y la resurrección, y unos golpes como de caja chayera. No alcanza con el rock para explicar la irrupción de la voz –y de la imprevisible melodía– de “El diluvio y la pasajera”, después de 5 minutos de zapada instrumental, ni las acentuaciones y los cambios en la pulsación de “Viejos ratones del tiempo” ni, por supuesto, en ese tren y en esa azafata que, después de un riff poderoso, se despiden, diciendo “no habrá flores ni vientos que lo hagan gritar/ ahh”.
Gardel y la canción social
Se dice que formó parte, alguna vez, de las patotas de los conservadores. Y se sabe que grabó, en 1930, “Viva la patria”, un brulote en homenaje al golpe de Uriburu que había derrocado a Yrigoyen y que su autor, Francisco García Jiménez, había dedicado “A la mujer, al ejército, al periodismo ilustre, a los prohombres, a la juventud universitaria, al pueblo todo. A las que anticiparon el dulce premio de sus mejores sonrisas; a los que dieron sus nobles vidas; a todos los que aportaron un arma, un grito o un gesto siquiera, a la conquista de la idea suprema, el 6 de septiembre de 1930”. Pero Carlos Gardel también registró cada una de las canciones sociales que se compusieron en la época.
En 1920, Gardel grabó “Carne de cabaret”, de Pacífico Lambertucci con texto de Luis Roldán (“Pobre percanta que está contratada / vendiendo su alma por un copetín...”); en 1923, en la pintoresquista “Buenos Aires”, de Manuel Romero y Manuel Jovés, se colaba la frase “...Risas y besos, farra corrida / todo se olvida con el champán. / Y a la salida de la milonga / se oye a una nena pidiendo pan...”; y en 1925, en “Caminito del taller”, una obra muy temprana de Cátulo Castillo, se escuchaba “...Caminito al conchabo, caminito a la muerte/ bajo el fardo de ropa que llevas a coser/ quién sabe si otro día como este podré verte/ pobre costurerita, camino del taller”.
El año siguiente fue el turno de otros dos tangos. Uno era suyo y de José Razzano con letra de José De Grandis, “Noche fría”: “...Yo sé que la tragedia que derrumbó su hogar/ fue hija de la miseria que acaba por matar./ Es el drama que sufren esos seres que van/ vagando por las calles sin techo, luz ni pan”). El otro, “Gorriones” –de Eduardo Pereyra y Celedonio Flores– decía: “...El sol es el poncho del pobre que pasa/ mascando rebelde blasfemias y ruegos/ pues tiene una horrible tragedia en su casa/ tragedia de días sin pan y sin fuego...”). En 1927 Gardel grabó “Vida amarga”, de Pascual Mazzeo y Eugenio Cárdenas (“...Mudo de pena me quedo/ cuando llega la pobreza/ hasta la mísera pieza/ de un pobre trabajador”) y “La gayola”, de Rafael Tuegols y Armando Tagini (“...Me encerraron muchos años en la sórdida gayola/ y una tarde me largaron, pa´ mi bien o pa´ mi mal./ Fui vagando por las calles y rodé como una bola/ pa’ comer un plato ‘e sopa, cuántas veces hice cola/ las auroras me encontraron atorrando en un umbral...”). “Quevachaché” de Discépolo (registrado dos veces en 1928, en Barcelona y en Buenos Aires), “Esta vida es puro grupo” de Alberto Tavarozzi con letra de Enrique Carrera Sotelo, “Mentiras criollas”, de Oscar Arona, y “Por qué soy reo”, de Herminia Velich con texto de su hermano Juan y de Miguel Meaños (los tres grabados en 1929), “Pajarito”, de Dante Linyera., que se suma en 1930 a “Yira Yira”, de Discépolo, y “Como abrazado a un rencor”, de Rafael Rossi y Antonio Podestá, registrado el año siguiente, preludian el melodrama de “Pan” de Celedonio Flores. Una historia con un final cinematográfico –“¡Un vidrio, unos gritos! ¡Auxilio!... ¡Carreras!.../ Un hombre que llora y un cacho de pan...”– y que abunda en truculencias como “la abuela se queja de dolor” o “su mujer escuálida y flaca con una mirada/ toda la tragedia le ha dado a entender”.
El panorama de la canción social en esos años no estaría completo, por otra parte, sin otros dos tangos. El primero de ellos es “Acquaforte”, compuesto por Horacio Pettorussi (uno de los guitarristas de Gardel) y Juan Carlos Marambio Catán durante una estadía en Milán (de ahí el título en Italiano) luego de haber actuado en El Cairo. Más allá de la descripción general del ambiente de un cabaret, la fama –y el interés– tiene que ver con una estrofa: “Un viejo verde que gasta su dinero/ emborrachando a Lulú con el champán/ hoy le negó el aumento a un pobre obrero/ que le pidió un pedazo más de pan.” Y con la circunstancia de que Saúl Ubaldini, en ese entonces conductor de la CGT, le recomendara su escucha al presidente Raúl Alfonsín, en medio de un paro general.
El tango lo había grabado por primera vez Agustín Magaldi en 1932 y Gardel lo registró el 22 de febrero de 1933. Y ese mismo año, el 18 de septiembre, grabó el segundo de esos tangos, el que posiblemente haya sido el más políticamente explícito de la época, “Al pie de la santa cruz”, de Enrique Delfino con letra de Mario Battistella: “Declaran la huelga,/ hay hambre en las casas,/ es mucho el trabajo/ y poco el jornal;/ y en ese entrevero/ de lucha sangrienta,/ se venga de un hombre/ la ley patronal”. En la canción, el obrero es enviado al presidio de Ushuaia o, según el propio Battistella, deportado, en virtud de la Ley de Residencia –aunque nada en el resto de la letra dé a entender que se trate de un extranjero–. Sus padres rezan infructuosamente y la mujer, con un niño en brazos, lo ve subir encadenado al barco: “Los pies engrillados,/ cruzó la planchada./ La esposa lo mira,/ quisiera gritar.../ Y el pibe inocente/ que lleva en los brazos/ le dice llorando:/ ‘¡Yo quiero a papá!’/ [...] Se pierde de vista/ la nave maldita/ y cae desmayada/ la pobre mujer…” La difusión de este tango estuvo prohibida entre 1943 y 1949. Aquí, en esta playlist, pueden escucharse:
Benny Goodman The Complete Happy Sessions (Lantower)
Benny Goodman fue el héroe del swing y uno de los músicos más exitosos de su época. Pero no solo eso. Desde sus primeras grabaciones en 1928 y en particular en las décadas de 1930 y 1940 estuvo abierto al trabajo de orquestadores modernistas como Eddie Sauter o Mel Powell, a la inclusión de artistas negros en las filas de su orquesta –Lionel Hampton, Fletcher Henderson o Charlie Christian– y de cantantes como Billie Holiday, a quien acompañó en su primera grabación (“Your Mother’s Son in Law”, en 1933), al jazz de solistas, con sus tríos, cuartetos y sextetos, al bop, en algunas de sus grabaciones para el sello Capitol, y, como en estos registros que aparecen por primera vez completos en una producción impecable –y con impecable restauración sonora– de un sello argentino, al contrapunto y el virtuosismo más intrincados.
El partenaire es el pianista André Previn, como el propio Goodman un músico con doble vida, en el campo del jazz y de la música clásica (fue director de la Sinfónica de Londres, entre otras cosas). Y el resultado es brillante y, sí, tan feliz como el título lo anuncia.
DF
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