Mario Muchnik, el oficio de arriesgar
Conocí a Mario Muchnik en unas circunstancias muy singulares, hace casi 25 años. Nuestro amigo común Pedro Sorela le había entregado una versión mecanografiada de mi primera novela, y al cabo de dos meses Mario me envió una carta escueta en la que me soltaba sin anestesia los siguientes comentarios: a la obra le sobraba la tercera parte (“espero que no se moleste, algo parecido le comenté a Vargas Llosa con Pantaleón y las visitadoras”), no le gustaba “en absoluto” el título y, si llegábamos a un acuerdo sobre sus observaciones, “correría el riesgo” de publicarme. Pedro ya me había advertido del estilo directo y provocador de Mario, pero esa prevención no me libró de experimentar cierto disgusto al leer la misiva.
Días después Mario me citó en su oficina, en el edificio de la editorial Anaya. La compañía acababa de adquirir Muchnik Editores —fundada en 1973 en París por Mario y su padre, Jacobo, cinco años antes de establecerse ambos en España— y Mario estaba ahora al frente del nuevo sello Anaya-Mario Muchnik. Me invitó a sentarme del otro lado de su escritorio de madera maciza, en cuya superficie se amontonaban libros y carpetas. Estaba en mangas de camisa, con sus clásicos tirantes, y me escrutaba con ojos penetrantes tras los cristales de sus gafas de montura gruesa negra. “¿Tienes alguna objeción a la carta?”, me espetó. Le respondí que a mí tampoco me satisfacía el título de la novela, de modo que estaba abierto a cambiarlo, pero le expresé mi desacuerdo sobre su recomendación de recortar la obra, menos aun con el brutal hachazo que pretendía.
Tras escuchar con atención mis argumentos, se levantó a preparar café, y me dijo: “Me divertí mucho con el Cantar de los Cantares”. La novela narraba la creación de una barriada informal en una ciudad del Caribe, contada en una clave bíblica que Mario evidentemente había descifrado. A partir de ese momento, la conversación discurrió por los vericuetos del Antiguo Testamento, que mi interlocutor conocía al detalle pese a no ser creyente, por nuestras raíces comunes en la atormentada Europa del este y por nuestras preferencias literarias, momento en que aproveché para reconocerle la temeridad comercial de haber introducido a Primo Levi, Elías Canetti y otros grandes escritores europeos judíos en el mundo castellanohablante. Al despedirnos, me dijo con el tono condescendiente de quien concede un indulto: “No le quites nada. Te la publicaré como está”. Desde la puerta le hice la pregunta que me carcomía: “¿Por qué dices que sería un riesgo publicarla?”. Y me contestó: “No lo tomes como algo personal. Editar es un oficio de riesgo”.
Al menos para Mario, siempre lo fue. Él era un editor de la estirpe de Gallimard, Feltrinelli, Barral o Lafont, con quien, por cierto, se inició en el oficio tras abandonar su prometedora carrera de físico. Solía publicar exclusivamente aquello que lo entusiasmaba, sin atenerse a tendencias coyunturales. En ocasiones, la apuesta resultaba, inesperadamente para él, un formidable éxito comercial. Sucedió con El sueño de África, de Javier Martínez-Reverte. Mario lo publicó convencido de que pasaría sin pena ni gloria, pues no había en ese momento señales de que interesaran en España los libros de viajes. Sin embargo, por una especie de conjunción astral, además de por su extraordinaria calidad, el libro se convirtió en un fenómeno de ventas y reanimó un género literario que se encontraba prácticamente abandonado en el país. Otro de sus 'golpes’ editoriales fue la traducción del francés de De parte de la princesa muerta, de Kenizé Mourad, que se vendió como rosquillas. En una cena en mi casa, en la que Mario trajo a Mourad, esta se mostraba sorprendida de que a los españoles les interesara la historia de la nieta de un sultán otomano.
Por el contario, libros que preveía exitosos resultaron un rotundo fiasco. En una entrevista que concedió en 2013 a la periodista Alba Pérez del Río, Mario recordaba que de Fútbol sin trampas, del entrenador argentino César Menotti, “no se vendió ni un pito”. Uno sus grandes descubrimientos fue el escritor búlgaro sefardí Elías Canetti. Fascinado, compró los derechos de traducción de Masa y poder, Auto de fe y El otro proceso de Kafka, pero, para su decepción, apenas se vendieron unos 400 ejemplares. Sin embargo, años más tarde “llegó la recompensa”: en 1981, Canetti obtuvo el premio Nobel de Literatura y estalló el interés por su obra.
Poco después de conocer a Mario, este sufrió una de las mayores decepciones de su vida: la editorial Anaya prescindió de sus servicios. Mario nunca se repuso del todo de aquel golpe, uno de cuyos efectos colaterales fue la suspensión de la publicación de mi novela. Sin embargo, sacó fuerzas para seguir adelante y fundó el Taller de Mario Muchnik. Curiosamente, con la nueva empresa editorial comenzó una de sus etapas más creativas. Escribió varios libros divertidos y corrosivos sobre el oficio de editor, comenzando por Lo peor no son los autores, y joyas autobiográficas como El otro día: una infancia en Buenos Aires o Ajuste de cuentos. También se embarcó en la que ha sido quizá su mayor epopeya editorial: una nueva traducción de Guerra y paz, tarea que le encomendó a la traductora nonagenaria Lydia Kúper y que ha marcado un antes y un después en la aproximación del mundo hispanohablante a la monumental novela de Tolstoi. Publicada en 2010, se han vendido más de 15.000 ejemplares de la obra en España.
Y publicó muchos más libros. Entre ellos Vulgata caribe, como se acabó llamando mi azarosa novela. No me puedo jactar de haber sido uno de los éxitos comerciales de Mario; si algo le debo a esa obra primeriza es que me permitió conocer a un personaje excepcional, libre como he conocido a muy pocos seres, polemista brillante, delicioso conversador, arrolladoramente culto y, como bien anotaba Pérez del Río en su entrevista, “el mejor hacedor de ñoquis y pasta al pesto cuando le pilla la madrugada con un gruño de amigos en casa y siente que hay que prolongar la tertulia”. También le debo haber conocido a Nicole, el amor de su vida, una pintora extraordinaria que aún está por recibir el reconocimiento que merece como artista.
Mario falleció el domingo, a los 90 años, en su piso del madrileño Paseo de la Castellana, tras resistir con buen humor y con su acostumbrada copa vespertina de whisky varios intentos tozudos de la muerte por llevárselo. Cargaba con tres bypasses, lo que lo llevaba a bromear que tenía en su corazón “el puente más largo del mundo”. La literatura en español le debe la publicación de más de 500 obras, muchas de las cuales nunca habrían sido publicadas sin un editor arriesgado.
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