El monstruo de los 12 sonidos
Shirley Temple vivía enfrente y ya tenía más de treinta años. Thomas Mann lo había visitado, en su casa de la calle Brentwood, donde los hijos corrían de un lado a otro.
“Niños impertinentes; un buen café vienés”, había resumido el escritor en su diario. Y él, Arnold Schönberg, que había escapado del nazismo en 1933, jugaba al tenis y formaba una temida pareja de dobles con otro de sus vecinos en Beverly Hills, George Gershwin.
Nada podía unir demasiado al compositor vienés que alguna vez dijo “si es arte no es para todos; y si es para todos no es arte” con quien a los 20 años compuso en diez minutos, mientras viajaba en un bus de Manhattan, “Swanee”, la canción que en la voz de Al Jolson se convirtió en el primer gran hit de la industria discográfica, con 2 millones de copias vendidas en apenas unos meses. “Algunos músicos no consideran a Gershwin un ‘compositor serio’”, escribió Schönberg en 1937, luego de la muerte del estadounidense. “Pero ellos deberían entender que, serio o no, él es un compositor –esto es, un hombre que vive en la música y expresa todo, serio o no, a través de la música porque es su lengua materna. Hay varios compositores, serios (como ellos creen) o no (como yo sé), que aprendieron a poner notas juntas. Pero sólo son serios en relación con su perfecta falta de humor y de sentimiento.”
La clave, en todo caso, llega en el párrafo siguiente: “Creo que, sin lugar a dudas, Gershwin es un innovador”. Y es que sí hubo algo, además de la amistad, que ligaba a uno y otro compositor, fue la idea de modernidad y, sobre todo, del arte como una especie de fuerza autónoma que obligaba a ir siempre más allá. Aunque allá pareciera haber un abismo.
Quien en 1924 había estrenado su Rhapsody in Blue en una velada que llevó como título “Un experimento en música moderna” produjo, poco antes de morir, una pequeña película, donde se lo ve bromeando junto al vienés y haciendo una parodia de la filmación, cámara en mano. Suena un extracto del primer movimiento del Cuarteto para cuerdas Nº 4, creado por Schönberg en 1936, interpretado por el Cuarteto Kolisch. Entre el 30 y el 31 de diciembre de ese año y el 8 de enero de 1937, el grupo realizó el primer registro discográfico de los cuatro cuartetos. La grabación fue patrocinada, precisamente, por Gershwin.
En la segunda parte del video que se adjunta aparece, como foto fija, otro chiste. El hijo de los inmigrantes Moishe Gershowitz y Roza Bruskina –un típico norteamericano de Hollywood– finge estar pintando uno de los autorretratos de Schönberg.
Si un músico, inevitablemente, se retrata a sí mismo, aquel que dio un paso más allá del Romanticismo exacerbado de Gustav Mahler y Richard Strauss hizo, como pintor, lo mismo: plasmó sobre telas, sobre todo, su mirada sobre sí. Uno de estos autorretratos, donde se ve desde arriba, caminando y de espaldas, es particularmente significativo.
Hay otro chiste –y otro retrato–. La anécdota la contaba el actor James Dean, otro de los improbables admiradores del vienés. Cuando el violinista Jascha Heifetz, una de las grandes estrellas de la música clásica en esa época, le dijo a Schönberg que para tocar el concierto que había escrito para su instrumento necesitaría un dedo más en la mano izquierda, el autor contestó, inflexible: “no puedo esperar tanto”. Y en esta foto se ve a Dean ilustrando la historia.
Pero hubo algo más que ligó al actor con al compositor: la música de sus films. El autor fue Leonard Rosenman, que había sido discípulo de Schönberg y que nunca antes había hecho música para el cine. Rosenman tenía un alumno de piano a quien acababan de contratar para protagonizar la nueva película de Elia Kazan, titulada East of Eden. James Dean, un fan de Schönberg y de la nueva música, consiguió que encargaran la banda sonora a su maestro. Una música extraña, totalmente alejada de los cánones de la industria –hazaña que repitió con Rebel Without a Cause, dirigida por Nicholas Ray, también en 1955–, que contradecía la sentencia de Schönberg acerca del arte y lo masivo. En Hollywood, si era arte podía ser para todos.
El compositor y director de orquesta Pierre Boulez, pregunta, en el título de uno de sus artículos agrupados en el libro Puntos de referencia (publicado en castellano por Gedisa). “Schönberg, ¿el mal amado?”. Y la duda sigue siendo pertinente a 150 años de su nacimiento, el 13 de septiembre de 1874, y a 73 de su muerte, el 13 de julio de 1951. Su nombre es un ícono. Una banderita puesta en el mapa de las conquistas del Siglo XX. En el ámbito de la cultura, pocos lo desconocen. Su obra, en cambio, ha sido escuchada por muy pocos. Podría asegurarse, no sin cierto grado de simplificación, que la mayoría de quienes han visto por lo menos alguna vez un film expresionista o un cuadro de Vassily Kandisky, el pintor que dijo que “la música de Schönberg nos lleva a un nuevo mundo, en el que las vivencias musicales ya no son acústicas sino puramente espirituales”, y señaló que allí empezaba “la música del futuro”, jamás ha escuchado una nota de Schönberg. Casi todos, y sobre todo los que no han escuchado su música, saben que allí, lo que empieza es el mal (no amado). El fin de la música tal como se la ama. Y lo que no se tiene en cuenta es el poderoso gesto romántico que significa haber roto con el Romanticismo. Un gesto rastreable, por otra parte, en la propia obra. Su “Noche transfigurada”, escrita para sexteto de cuerdas en 1899 (¿la obra del fin de un siglo?) y transcripta para orquesta de cuerdas en 1943 da el exacto paso siguiente del Romanticismo. Un paso, claro está, señalado por el propio movimiento estético que había dominado el siglo XIX, empezando por ese acorde inédito –con novena invertida– cuya tensión irresuelta ya estaba anunciada en el comienzo del Tristan und Isolde de Richard Wagner y en las últimas composiciones de Franz Liszt. “Dos personas caminan a través de un desnudo bosque frío; la luna corre sobre ellos, se miran en ella. La luna corre sobre los altos robles; ninguna pequeña nube oscurece la luz del cielo donde las negras ramas se extienden. La voz de una mujer habla: ‘Llevo un niño, y no de ti…’”, comienza el poema de Richard Dehmel en el que se inspiró. Y la música transita por una ambigüedad –y una oscuridad– exquisitas.
Si el sistema de dilaciones y suspensos del chan-chan final que las disonancias habían aportado a la gracia y el sostén de la propia tonalidad habían llegado, con Mahler y Strauss, a un grado de acumulación que hacía ya difícil visualizar el objetivo –el chan-chan– a lo largo del camino, el paso siguiente –inevitable, hubiera dicho Schönberg– era la emancipación de esas disonancias de su función como dilaciones de un relato –la tonalidad–. Schönberg pasó por allí –el atonalismo libre–, por ejemplo en su Cuarteto para cuerdas Nº 2, de 1908. Y en 1921 arribó a un sistema en el que las doce notas de la escala –blancas y negras en el piano– eran tratadas con igual jerarquía a partir de su organización en series cuyos elementos no podían repetirse hasta no haber sonado todos ellos, con el fin de que ninguno actuara, para la audición, como imán sobre los otros. Eso fue el dodecafonismo. Ni más ni menos que un conjunto de reglas que, como todas las otras utilizadas a lo largo de la historia de las artes, posibilitaron la creación de algunas obras maestras y de mucho olvidable –y olvidado–.
Schönberg, en todo caso, no fue distinto, como compositor, cuando utilizó el lenguaje que le dejaba el Romanticismo y cuando románticamente lo abandonó. La serie de sus cuartetos de cuerdas –interpretados y grabados como los dioses por el Cuarteto Gringolts, con el agregado de la soprano Malis Harterius en el segundo– o de su música para piano –por Maurizio Pollini– muestran esas evoluciones y esas continuidades.
La versión de Pierrot Lunaire por la soprano Christine Schäffer, con dirección de Pierre Boulez, tiene el atractivo adicional de incluir la Oda a Napoleón, una composición satírica acerca del ascenso del nazismo en Europa, que cita por allí a Beethoven y a La Marsellesa. Y permite trazar las líneas que unen aquel Pierrot temprano con otra obra tardía, Un Sobreviviente de Varsovia, en la interpretación de Claudio Abbado al frente de la Filarmónica de Viena, del Coro de la Opera estatal de esa ciudad y del actor Gottfried Hornick.
Lejos del último lugar en importancia, merecen especial atención dos de sus últimas composiciones, creadas en esa pequeña sucursal de Mitteleuropa exiliada en Hollywood, su Concierto para violín y orquesta –aquel para el cual a Heifetz le faltaba un dedo– en la deslumbrante interpretación de Hilary Hahn –a quien no le falta ninguno– junto a la Sinfónica de la Radio Sueca conducida por Esa-Pekka Salonen, y el Concierto para piano, tocado por Mitsuko Uchida en estado de gracia y con dirección de Boulez.
Diego Fischerman es autor del blog “El sonido de los sueños”: https://xn--sonidodesueos-skb.com/
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