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Entrevista

Francisco Bitar: “Aira es un escritor del que pensamos que abrió infinitas posibilidades y que a la vez lo hizo todo”

El escritor santafesino Francisco Bitar

Diego Genoud

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Francisco Bitar nació en 1981 en la provincia de Santa Fe, donde vive. Es escritor, poeta, ensayista. Tiene publicados más de 20 libros: los cuentos de Teoría y práctica, crónicas en Historia oral de la cerveza, novelas como Tambor de arranque, La preparación de la aventura amorosa y El taller literario, su último libro. Además, escribió El cuerpo de un escritor, La muerte de César Aira. Son libros en los que se mezcla la crónica con el ensayo, con la novela. También dirige el sello editorial independiente El buen desconocido.

En esta entrevista habla de cómo es ser escritor y no vivir en Buenos Aires, de instancias que hay que inventar para romper el algoritmo y de cómo construirse un nombre y publicar en grandes editoriales puede perjudicar la escritura..

—Hablemos de El taller literario, que es tu último libro editado por Sigilo. Y empiezo preguntándote por el protagonista. Hay un escritor en El taller literario que hace el camino inverso. Tiene una obra reconocida, tiene libros agotados. Pero lleva tiempo sin escribir. No hay datos incluso sobre su paradero. Y lo que uno entiende del libro es que entró en un bloqueo el protagonista del libro, que se llama Gori Lizmayer. Entró en un bloqueo y está dudando sobre su propia condición de escritor. Por eso va al taller literario. No como hacen muchos que van al taller literario como un camino quizá de iniciación para empezar a escribir. Este es un escritor consagrado que va al taller literario casi como una forma de refugiarse o de volver a encontrarse. ¿Por qué quisiste plantear una relación distinta entre el escritor y el taller literario en este libro?

—Por empezar, un taller literario me parece que es como una especie de dispositivo muy rico narrativamente. Entonces era como una tentación apelar al taller literario. Al mismo tiempo hacía bastante que tenía ganas de escribir sobre un escritor bloqueado. Y a la vez la cuestión del escritor se volvía para mí como un problema cada vez más patente, más manifiesto. Entonces, todas esas cosas pasan a a confluir en la novela. A mí lo que me pasa también es que volver a pensar en una... Esta novela yo la escribí en 2019, 2020. Después Maxi Papandrea que es el gran editor de Sigilo la leyó. En ese momento no la pudimos publicar juntos y volvimos a considerarla hace poquito para la salida del libro. A mí lo que me pasó es que el impulso que me llevó a escribirla en ese primer momento está un poco borrado. Pero con todo esto que te digo puedo volver a pensar lo que me pasaba en aquella época, que además me permite ponerlo un poco en perspectiva. La cuestión del escritor se convierte en una cosa cada vez más presente para mí, al mismo tiempo que lo hace el tema del taller literario como dispositivo narrativo y como lugar a donde también concurren una serie de relaciones. Me parece que lo que eh la novela pone de relieve justamente eso, que a un taller literario no sé si se va a escribir exactamente. Me parece que a un taller, ya sea un taller literario o un taller de cualquier especie, los asistentes van a vivir. Lo mismo que lo hace el el coordinador, pero desde otro lugar.

—Ya te voy a preguntar por el coordinador, que es un personaje también muy interesante.

—Sí. En efecto, es como el personaje cómico, el personaje que hace comedia.

—Lizmayer usa un nombre falso para ir a ese taller literario. Este escritor consagrado que duda sobre su condición se presenta como Guito Londres para que no lo reconozcan. Y hay una frase en el libro que dice: “Cuando ya no importa ser un escritor, el nombre puede ser el de cualquiera”. ¿Cómo se hace para escribir sin estar obsesionado con construir un nombre, con construir una marca, que pareciera ser la referencia ineludible, permanente, necesaria en esta época?

—Eso es clave. Al mismo tiempo que el escritor de alguna manera busca acumular poder en su nombre, en la medida en que uno apuesta a la literatura o incluso, para ser más preciso, podríamos decir apuesta a la narrativa o encuentra placer o goce en el hecho de escribir, esa necesidad de aparecerse ante sí mismo como una firma, empieza a disiparse. Me parece que son cosas que entran en conflicto: la cuestión de convertirse en un escritor reconocido y el tipo de escritura que ese escritor desarrolla. Yo empiezo a escribir todos los días con la idea de que en algún momento la escritura se haga sola. O sea, con la idea de que el propio texto me lleve hacia adelante, que yo prácticamente no tenga nada que ver con eso o que aparezca solamente como una especie de conductor de eso que se escribe ahí. Y es eso mismo, esa ausencia en la escritura, en el hecho de escribir, que es para mí lo placentero, lo gozoso de escribir, entra en contradicción con esto otro, con la idea de acumular poder en el nombre, de instalar una firma. De pasar a ocupar un lugar reconocible en el concierto de los distintos escritores y escritoras que hay en una literatura determinada.

—Porque implica un desgaste. También demanda un esfuerzo. A veces ese trabajo, el de construir el nombre, desplaza al trabajo literario, a la narrativa. Como vos decís, parece que vale más en el mercado trabajar construyendo el nombre que escribir bien.

—Claro, y de hecho son justamente cosas que entran en contradicción. De hecho, la idea de construir un nombre, de darse un lugar en una literatura, apunta hacia cierta profesionalización del escritor. Y me parece que en la medida en que eso ocurre, hay como una especie de desescritura en el hecho mismo de escribir. Me parece que la idea de profesionalizarse, en tanto identificarse con una figura de escritor, impide el desarrollo de la propia obra, el desarrollo de la escritura como aquello que no se conoce. Si uno ocupa un lugar determinado, es como una especie de punto en una constelación, es difícil salir de ese punto. De modo que al verse impedido de moverse de ese lugar, se va a ver impedido también de construir nuevas obras. Yo entiendo de todas maneras que hay sensibilidades que van hacia algún lugar en especial, digamos, géneros: poesía, crónica, novela, etcétera. Y dentro de la novelística habrá algunos escritores más reflexivos, otros que van más hacia la cuestión más narrativista. Pero a mí me asusta pensar que eso puede llegar a estar como infatuado. Me asusta quedar en el lugar del escritor con estilo. Con un estilo determinado. Porque eso va a suponer que el próximo libro que yo escriba va a tener va a tener que ser congruente con lo que escribí anteriormente y eso ya no me gusta tanto.

—El otro personaje es Agüero. Lo definís como el coordinador literario del taller. Y tiene una serie de particularidades. Una es que le vende libros a sus alumnos. Son libros, no sé si en todos los casos, pero en muchos casos robados de bibliotecas populares. Y ahí puede verse la crítica al taller literario. Aparece como una estafa en todas sus variantes. ¿Cómo lo pensaste el lugar de Agüero? Es el que organiza el taller literario, pero se dedica a venderle libros robados a los alumnos.

—Es como una especie de tentación, es como Burns en Los Simpson. Es el personaje que de alguna manera representa el arribismo, el interés, etcétera. Es un escritor que no pudo trascender. Un personaje medio frustrado, lo que lo vuelve en buena medida mezquino, etcétera. Entonces Gori Lizmayer, que es un escritor reconocido, lo fue en su momento, cae al taller y se encuentra con este personaje.

—Es muy interesante el vínculo que se da. Y hablando de las bibliotecas, también hay algo que dice el autor del libro: “La biblioteca es el más fácil de los sistemas para vulnerar. Está basado en la creencia de que el lector es una buena persona”. Supongo que esto lo decís vos, Francisco Bitar o Gori Lizmayer. ¿Qué lugar le asignas al lector en tu laburo a lo largo de los años? ¿En qué sentido se le puede dar lo mejor al lector? ¿Cómo te relacionás con la figura fantasmagórica del lector?

—El lector está presente en mis libros desde el momento en que sobre todo, trato de escribir bien, lo que sea que eso signifique. Para mí, esto de escribir bien supone, en primer lugar, encontrar una especie de artificio en el que tanto el lector como el narrador pueden llegar a concurrir, a converger. Si no existe ese artefacto, que es artificial, que es formal, uno de los dos va a quedar afuera. Por lo general queda afuera el lector, en ese caso. Lo que sí me pasa, de todas maneras, es que no hay del todo continuidades formales de un libro a otro, lo que significa que por ahí si un lector se quiere volver a encontrar en el libro siguiente con lo que pasó en el anterior puede llegar a desilusionarse. De todas maneras, me parece que en el trabajo de escritura un poco más acotado, segmentado, o sea, el de la escritura más puntual, la escritura de la frase o del párrafo, ahí sí vuelven como viejos berretines y que tienen que ver sobre todo con esto que te decía antes, con la idea del buen escribir. Pero sí me pasa eso, que si bien se puede establecer una continuidad, me parece, de libro a libro no es algo que me desvele. Porque me parece que si yo establezco esa continuidad desde afuera, me puede paralizar. Ese es el gran terror del escritor, que es un poco lo que le pasa al personaje de la novela, Gori Lizmayer. La parálisis. No encontrar salida.

—¿Cómo es ser un escritor nacido en Santa Fe, que elige vivir y permanecer en Santa Fe, en una Argentina que está gobernada desde Buenos Aires? ¿Cómo es avanzar con tu laburo, con tu obra, seguir fiel a lo que considerás que debe ser el laburo de un escritor estando en Santa Fe?

—Es un tema. En una época me lo preguntaba casi todos los días. Por empezar, y en un sentido más general, los grandes escritores argentinos son todos provincianos, incluso los porteños, los que viven en Buenos Aires. Porque, digo, la provincia está pensada ahí como una especie de margen y de lo que en Buenos Aires vendría a representar un centro. Por eso incluso los escritores que están físicamente ahí demoran en llegar a consagrarse como tales, como escritores centrales, en el centro mismo de la cultura argentina. Y además en un tipo de literatura como la literatura argentina que se asume marginal. Desde el escritor argentino de la tradición de Borges, se supone que el que el escritor argentino es aquel que desde el margen opera con libertad, que se puede apropiar de cualquier tradición y recrearla en su obra. Y de ese tipo de concepto de la tradición argentina, me parece a mí que el escritor de la provincia, no exactamente el escritor provinciano, pero porque provinciano ya supone folclórico, que es una nueva forma de lo ya hecho, de lo ya dicho. Pero en la medida en que la literatura argentina supone esto mismo, hay más posibilidades desde los márgenes de hacer esa operación, de recurrir al vampirismo. Después está el hecho de la vida. Una cosa es preguntárselo en la literatura y otra cosa es preguntárselo en la vida. O sea, ¿qué ventajas materiales hubiera representado para mí vivir en Buenos Aires?

—¿O qué costos tiene no vivir en Buenos Aires?

—Exacto. ¿De qué me pierdo quedándome a vivir en Santa Fe? No sé. A veces me lo pregunto sobre todo cuando no tengo guita. O cuando veo que hay escritores que consiguen becas o se van al exterior, hacen residencias en lugares increíbles del planeta durante seis meses y se dedican solamente a escribir, que no es mi situación. Yo sigo acá con los mosquitos, etcétera. Pero a mí me parece que son esas dos cosas y quizás es algo que me digo a mí a la manera de un consuelo y preferiría estar en Italia, etcétera. Pero me parece que son cosas distintas. Quien se va a Buenos Aires por la literatura, va hacia la literatura. No va a escribir.

—¿Hacia el mundo, decís?

—Claro, exacto. Puede cambiar la vida en un sentido material, pero esa es la otra vida. O sea, la vida del trabajo, la vida de las relaciones, etcétera. No va a cambiar la vida de la literatura, la vida de la escritura, en todo caso. La vida de la escritura propia. Y, al contrario, me parece a mí., el miedo que siempre me retrajo a mí de la posibilidad deirme para allá, era el miedo de que la vida en Buenos Aires atentara contra la escritura, que es una vida que también hay que cuidar. Es esa otra vida. Después, pensar que el hecho de vivir en Buenos Aires redundaría en la obra literaria, o sea, en tu propia escritura, es ya pensar que la escritura lo que hace es copiar la vida. Y a mí me parece una estafa eso, que la literatura copia de la vida es un empobrecimiento dramático de la literatura. Digamos que es un drama en el que estamos inmersos, de hecho.

—En La muerte de César Aira, otro de tus libros recientes, hablás del escándalo del silencio en un momento. Hablás de una generación de escritores. Obviamente te referís a la de Aira. Hiciste ese ensayo de simular cómo sería, qué lugar tendría Aira después de su muerte, qué consecuencias traería eso. ¿Pero te sentís vos parte de una generación de escritores? Y en todo caso, ¿qué reivindicas de esa generación de escritores, si es que te sentís parte, o qué le reprochas a esa generación de escritores?

—Me siento parte de como de células. O siento que pasé por ahí. Y que, sin embargo, como mis intereses han ido cambiando en la medida en que necesité proteger la escritura, traicioné a todos esos grupos. En todo caso, tendría algo para reprocharme a mí mismo. Nunca tuve continuidad respecto de los grupos. Porque en mi vida podría segmentarse, dividirse en la atención por distintas formas. Primero el poema, después el cuento, después la novela. Siempre la novela y el ensayo tambié. Entonces, en la medida en que yo iba de uno a otro la relación con mi generación se hacía cada vez más ardua y cada vez más tensa. Y yo no sé lo que dicen. También vivo acá y no sé muy bien lo que se dice de mí. En ese sentido, compartimos algún sentido de la vida con Gori Lizmayer, que no conozco mi significado como escritor y eso me tranquiliza bastante. En un momento, con la poesía, tuve una relación muy estrecha con lo que fueron los poetas de los 90, sobre todo con Daniel Durand, que es una figura clave para la poesía reciente. Después, cuando pasé al cuento, me relacioné con esa narrativa que despuntó en Córdoba, como Lamberti, que son escritores que yo quiero mucho y que me gusta lo que hacen, como Lamberti, Busquet, Falco, Natale, Godoy. Después, bueno, me fui al ensayo.

Lo que veo de todas maneras en los escritores que yo más valoro de mi generación es que traicionaron, nos traicionamos entre todos y eso me parece que es lo más valioso. Los que los que se quedaron escribiendo lo mismo no escribieron más, de hecho. Y después me parece que sí, que todos tenemos la desgracia de ser históricos. Y en ese sentido nos toca venir después de Aira y es una literatura que hay que pensar. A mí me parece que Aira, como todo gran escritor reciente, es un escritor del que pensamos que abrió infinitas posibilidades y que a la vez lo hizo todo. Ese es el gran problema que hay con Aira. Entonces hay que leerlo atentamente, pensar y escribir.

—Pasaste por distintas editoriales, por editoriales grandes, ahora dirigís un sello independiente. La última novela publicada, El taller literario, la editó Sigilo. ¿Cómo es ese trabajo, el de gestionarse un lugar de de edición, de publicación, de distribución? ¿Y a qué conclusión llegaste después de haber pasado por grandes editoriales y estar donde estás hoy?

— Me quedaría a vivir en Sigilo. Es una gran editorial con un gran editor, cosa que no abunda, lamentablemente, entre las grandes editoriales. Después, este es el país de los grandes editores, así que grandes editores hay. A mí lo que me pasa es que el hecho de haber pasado por por editoriales que reconocemos como grandes y que son prestigiosas, etcéter, que en buena medida se sostienen por un prestigio anterior, quizás, al de esta época, y también corren el riesgo de estancar a un escritor, de inmovilizarlo. Porque son editoriales que no van a estar atentas a cualquier tipo de material y a veces hay cosas que tengo ganas de escribir y que no se corresponden con el formato de esas editoriales. Al contrario, cada vez quiero escribir libros más breves, más impublicables.

—Impublicables por los estándares del mercado.

—Claro. Para el estándar del mercado. Entonces una salida fue crear mi propia editorial, que es El buen desconocido, que en un principio por supuesto tenía un plan imperial, pero después me terminé publicando solamente a mí y además en publicaciones muy caseras, cuadernillos y demás. Y me metí en la mafia de la autopublicación. Empecé a pensar en todo eso y eso para mí fue revelador. A la vez que sigo escribiendo cuando tengo ganas de escribir algo así, cuando me engancho en ese tipo de proyectos, sigo escribiendo novelas, sigo escribiendo largos ensayos y en esos casos ya mi trayecto, no diría mi trayectoria, porque es un poco decir demasiado, pero mi trayecto por la literatura me ha contactado con infinidad de de gente, muchos son amigos y amigas míos. Entonces, tengo como cierta facilidad para llegar a estos editores. Pero el problema vuelve a aparecer en la cuestión de las editoriales de mercado. Ponele, acá en Santa Fe, yo publiqué en editoriales grandes y de golpe me saludaban de otra manera. Ahora que dejé de hacerlo todo el mundo debe haber pensado que fracasé y de hecho fracasé. Asumo esa posición. El fracaso es importante para un escritor y hay que llegar ahí a tiempo. Hay que llegar al fracaso a tiempo.

—¿Cómo venís viendo el tema de la discusión política? La disputa por el poder, los gobiernos los últimos años. Macri, Fernández, la llegada de Milei al poder. ¿En qué medida todo ese ruido, todo ese contexto, te activa o te perjudica en tu vida, en tu laburo?

—Lo que me pasó con Alberto, la decepción que supuso el gobierno de los Fernández, me envejeció. O sea, vino aparejado con la pandemia y todo eso que de hecho nos puso más viejos a todos. Pero me parece que me hizo una persona un poco más conservadora, precavida. Pienso dos veces antes de decir algunas cosas que antes decía muy suelto de cuerpo. Me volví una persona más cauta. Al mismo tiempo, esa misma decepción, ese mismo fracaso, a lo que me lleva es a hacer como una especie de esfuerzo de imaginación. Me parece que ir a la cola de lo que propone un gobierno como el de Milei, estar todo el tiempo comentando las provocaciones y sobre todo la provocación mayor, que es la de estar todo el tiempo hablando de plata, supone como una reducción muy triste de nuestras posibilidades. Entonces, ir hacia eso, hacia a imponer una especie de agenda para lo más próximo de mis relaciones. Hace poquito inventamos con Ángeles, con mi señora, una cosa que se llama el instituto. Entonces estamos haciendo como actividades ahí. Hacemos películas breves, vamos a dar cursos, vamos a hacer intervenciones artísticas y lo lindo de eso es que no sabemos todavía qué es el instituto, a dónde nos va a llevar. Pero es algo que sin el instituto no podríamos pensar. No podríamos hacer. De hecho, además es una manera de como de empezar a vivir en arte. Y además es como mi semblantes sociales. Como todas esas cosas al mismo tiempo. Es un modo de volver a pensar lo social. Y de imaginar. Uno nunca sabe cómo imaginar. Porque, ¿quién te da el taller de imaginación? Vengan acá, a mi taller, que les voy a enseñar a imaginar. Esa es una cosa difícil de rastrear, de suponer, de pensar, etcétera ¿Cómo imaginamos? ¿Qué es la imaginación? Me parece que la imaginación en principio tendría que ser sugerir un tema de de conversación. Y lo otro que me parece muy importante y a lo cual tiende el instituto es a mezclar gente. Esa es una cosa, me parece, clave. Me parece que es importante mezclar gente, mezclar gente en términos de edad, en términos de procedencia, etcétera. Y que es algo que no se está haciendo. Quienes tendrían que hacerlo no lo están haciendo y, como siempre, me parece que el arte tiene que estar ahí.

—Romper el algoritmo, escuché por ahí hace poco.

—Exacto. Porque el algoritmo te lleva siempre al mismo lugar. El algoritmo parece ser una cosa útil, pero es una cosa útil para ellos. Acá hay una manera, un procedimiento para pensar la imaginación: poner dos cosas distintas en un mismo lugar. Eso dispara inmediatamente la semiosis. ¿Cómo puedo pensar, por ejemplo, sobre la mesa de disección, una máquina de coser y un paraguas? Que es la pregunta que hace Isidor Ducasse en Los cantos de Maldoror, El conde de Lautréamont. Bueno, eso nos lleva a pensar. Si yo mezclo así también gente, es un trabajo que hay que hacer.

—Un trabajo político.

—Lleva tiempo. Es un trabajo político. Y otra vez estamos discutiendo candidaturas. Vamos, viejo.

Entrevista realizada por Diego Genoud en su programa Fuera de Tiempo (Radio Con Vos).

DG/CRM

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