Fito Páez, del 63 al 92 al 23
Toda creación es, en algún sentido, autobiográfica. Es decir, mal podría contar otra cosa que el mundo visto por quien lo cuenta. Y, podría pensarse, toda autobiografía es creación. A veces descarada, como Beneath The Underdog (Menos que un perro, en la edición en castellano), donde Charles Mingus cuenta de la misma manera en que toca: por impulsos, en ráfagas, sumando voces y negándose a que haya una que regule a las demás, que establezca una jerarquía. Y, por supuesto inventa.
A todos –o casi todos– les gusta, cada tanto, mirar fotos viejas. Pero en el mero acto de mirar más unas que otras, de omitir las de determinadas épocas –o aquellas en que aparecen determinadas personas– se reescribe el pasado. No se repasa una vida sino lo que se recuerda –lo que se quiere o se puede recordar– de una vida. Una operación que, cuando se trata de grandes personalidades y de celebridades –los únicos de quien alguien leería una autobiografía, al fin y al cabo–, es atravesada, inevitablemente, por un cálculo. La celebridad sabe –o intuye– la mirada de los otros, escribe para ella y, a veces, sólo se percibe a través de ella y acaba siendo personaje en lugar de persona.
La canción se ha ido convirtiendo en un género esencialmente autobiográfico. Hoy ya no sería aceptado como natural ese “Yo soy la muchacha del circo…” cantado por Carlos Gardel en 1928. El público rechaza, además, las canciones sobre pobres cantadas por ricos y se ha sabido de algún popular cantautor estacionando su auto lujoso a muchas cuadras de su casa para ocultarlo de las miradas y, sobre todo, de la fantasía autobiográfica acerca de la canción.
En una autobiografía, lo mismo que en el arte, se parte de una cuota necesaria de narcisismo o pedantería: alguien supone que su propia vida y aquello que tiene para decir es interesante para otros. Una pedantería que, eventualmente, caduca cuando la auto percepción está refrendada –y muchas veces amplificada– por la percepción ajena. Mal podría hablarse de narcisismo –aunque lo haya– cuando es el mercado –la editorial, la empresa discográfica, los oyentes, la televisión y los que la miran– el que está reclamando que eso, tan privado, se vuelva público.
Fito Páez puede pensar o no que sus vueltas sobre su propia vida son interesantes (o importantes). Ya no importa. Es otro, es el público que lo ha convertido en público, en objeto de todos, el que lo afirma. Quienes lloran con la película en la que se cuenta su vida, los que deliran en los recitales en que vuelve a contar un disco del pasado y, ahora, con el nuevo álbum que lo re expone, son quienes hablan, por encima de la voz de Páez, del valor de Páez. Un valor, un peso en el mundo de la canción actual, que le permite tener como cómplices a figuras como Chico Buarque o Elvis Costello. Si esa complicidad se traduce en trascendencia estética o es apenas una exhibición decorativa de blasones, será terreno de análisis.
El disco EADDA9223 (iniciales de El amor después del amor y número que cifra la distancia entre el original y su re lectura, 92-23) fue publicado este martes. Son las mismas 14 canciones del 92 y en el mismo orden. Pero, claro, no son las mismas. Páez ha dicho, en varias entrevistas, que buscaba sorprender, no ofrecer lo que se esperaba. La paradoja es que eso es, precisamente, lo que se espera de una revisita a un disco ejemplar. Y podría tratarse, como con el actor de la biopic, de un disco que remedara, que imitara más o menos bien –o sea más o menos mal– a otro. Sin embargo, no es así. EADDA9223, por varias razones, es un álbum notable.
Borges decía que publicaba para dejar de corregir. Y, por supuesto, no era cierto: en cada reedición de sus obras omitía, ocultaba y agregaba. Compositores como Anton Bruckner, Piotr Tchaikovsky o Sergei Rachmaninov no pararon nunca de corregir sus obras. Y el jazz, con su constitutiva obsesión por que nada sea, nunca, igual a lo que ya fue, lo pone en escena de manera inigualable: el arte es variación, es siempre re lectura, de lo propio o de lo ajeno, y, salvo en el caso de Pierre Menard, si se vuelve a decir algo se lo hace de manera diferente. Las viejas canciones que Joni Mitchell volvió a cantar en Travelogue, con arreglos de Vince Mendoza, las dos versiones que Glenn Gould registró de las Variaciones Goldberg de Bach –en 1955 y en 1981– son apenas algunos ejemplos de cómo los artistas necesitan, en ocasiones, volver sobre sí mismos.
El caso de EADDA9223, no obstante, tal vez se parezca más al del solo que el saxofonista Coleman Hawkins grabó en el tema “Body & Soul” en 1939. Se trataba de un solo perfecto que, además, por vez primera, ocupaba todo el espacio del tema. Y Hawkins, por pedido del público o de las grabadoras, volvió a tocar “Body & Soul” infinidad de veces.
¿Cómo volver sobre algo perfecto en sí mismo? ¿Cómo recordarlo y, a la vez, ser distinto? Esa es la pregunta que se hace Páez a los 60 años y, más allá de ciertas auto indulgencias –una escritura orquestal que no está ni cerca del nivel de novedad que proponen sus canciones– la respuesta es tan inteligente como seductora. Parte del salvoconducto lo da el propio material. Páez fue, desde temprano (recordar su extraordinaria “Sobre la cuerda floja”, incluida en el primer disco de Juan Carlos Baglietto) alguien capaz de cantar historias de otros. De separarse del lugar autobiográfico y ser un cronista de lo que veía –o de lo que leía o miraba en el cine–.
Fito Páez fue también, ya en el primer disco a su nombre, alguien que podía convocar referencias en lo musical –el tango, los folklores de América del Sur, los Beatles, el soul–.
Las referencias cambian, o se amplían, y este disco lo muestra con honestidad. Se trata del Páez de hoy mirando al Páez de ayer. ¿De qué se trata el Páez de hoy? De alguien en quien las citas son (aún) más conscientes. De alguien que ya no pertenece –o no exclusivamente– al auto invocado rock nacional sino, con claridad, a la canción latinoamericana. El aire colombiano de “La balada de Donna Helena”, la participación de Mon Laferte en “Sasha, Sissi y el Círculo de Baba”, de Marisa Monte en “Un vestido y un amor”, o el valseado lento en “El amor después del amor” dan parte del tono general. El acorde de “Within You, Without You” –la canción “india” de Sgt Pepper– precediendo el flamenco de “Detrás del muro de los lamentos”, los contracantos de la guitarra, tan Beatles, en “La rueda mágica” (que gira mágica), amplían o hacen más explícita la enciclopedia de siempre. Otras son menos evidentes: Chico Buarque en “Pétalos de sal”, por ejemplo. Pero, en todos los casos, los nombres son más que simples señales en el universo del negocio musical: Wos y Ca7riel en la segunda sección de “La balada…”. Elvis Costello en “Tráfico por Katmandú”, Ángela Aguilar en “Brillante sobre el mic”, Conociendo Rusia en “La rueda…” o Nathy Peluso en “La verónica” hacen mucho más que poner el visto. No son banderitas en el mapa de los territorios conquistados sino que en cada caso le dan a las canciones su aire definitivo (por ahora). En todo caso, esta es una autobiografía gozosa, escrita desde la plenitud de las posibilidades. No se trata de nostalgia –aunque la hay– y, mucho menos de melancolía. El objeto es un disco en que el después ya estaba inscripto en el título. Y el Páez que mira tiene tanto para decir como el que es mirado.
DF
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