Ricardo, el Pollo y otros muchachos recién caídos del sistema
Hay muchas razones por las que la estructura ‘Un extraño llega al pueblo“ sigue funcionando al punto de no envejecer, al punto de que ni siquiera nos molesta verla una y un millón de veces, sobre todo en televisión. Mad Men empieza así: entramos al mundo glamoroso de las agencias de publicidad de los ‘60 a través de los ojos de Bambi de Peggy, una chica de pueblo que llega a la oficina de Don Draper para trabajar como secretaria. Por un lado, Peggy funciona como una representación del espectador, que probablemente sea menos elegante que Don Draper y sus colegas publicistas: su mirada sirve narrativamente para dar información al espectador, pero también genera una especie de identificación emotiva y estética. En Mad Men, a Peggy le sorprenden las cosas que a nosotros nos sorprenden, le gustan las cosas que a nosotros nos gustan, o al menos esa es la propuesta narrativa de la serie, en especial al principio. También funciona al revés, nos angustian las cosas que angustian a Peggy, y su perspectiva funciona como un filtro que cambia el color de las escenas que vemos. El acoso que las secretarias sufren a diario por parte de los jefes se vería muy distinto si no estuviera mediado por la presencia de Peggy, que en general no opina ni interviene, pero siempre está ahí parada, plenamente presente, dejándose atravesar por los acontecimientos para que a nosotros nos atraviesen también desde un ángulo específico. Por otro lado, la llegada de Peggy funciona como excusa para empezar la historia: en el día a día de la agencia, en la continuidad indivisible de la vida, su llegada dibuja un punto que no se siente arbitrario.
Con este mismo recurso antiquísimo arranca Okupas, la serie que el autor y director Bruno Stagnaro dirigió y coescribió junto a Esther Feldman y Alberto Muñoz en el año 2000, que con los años se convertiría en un clásico de culto y que hoy vuelve a verse masivamente en Netflix. La vida del barrio de Congreso en lo más ardiente del año 2000 nos será contada a través de los ojos de Ricardo Riganti, un ni-ni avant la lettre de clase media alta (interpretado con un carisma extraterrestre por Rodrigo de la Serna) que acaba de dejar la Universidad porque sí y se instala en una casona de su familia para evitar que la ocupen mientras organizan los papeles de la sucesión. Así y todo, ya desde el principio se hace claro que la serie planea desestabilizar su propia premisa: en la primera escena del primer capítulo, Ricardo no aparece. En una secuencia realmente larga vemos toda la dinámica del desalojo, el caos y la violencia, los niños y los cuchillos, la policía y los abogados de traje; el conflicto entre quienes se aferran a lo único que tienen con lo único que tienen y los encargados de reproducir el orden social a como dé lugar. Ricardo no está ahí: el protagonista es el barrio y sus habitantes. Ricardo vendrá después.
En esta pequeña gran decisión, me parece, se cifra la politicidad de Okupas, que más que una cuestión de mensaje será un principio constructivo: un latido subterráneo. No es difícil imaginar una crítica de la versión más cuadrada del progresismo gringo: si en Mad Men se elegía el punto de la vista de una mujer de clase trabajadora para mostrar el mundo de los varones blancos ricos, aquí es precisamente un varón blanco rico el elegido como protagonista en una historia sobre el hampa. La respuesta correcta, creo, no es “era otra época”, sino que Okupas no se trataba solamente la vida en los márgenes de la Argentina urbanizada; se trataba también, y quizás sobre todo, de las representaciones que una clase media cada vez más empobrecida se hacía de esa vida. A diferencia de Peggy, Ricardo no es el centro moral de Okupas; ese lugar lo ocupará su amigo el Pollo, el que tiene la calle y la templanza, testimonio de una Argentina ya casi desaparecida en la que un estudiante de medicina de familia propietaria podía tener un amigo de la infancia pobre y morocho. Ricardo, en cambio, es un personaje querible pero también un tarado: un chico al que esa confianza en que todo va a salir bien -la que nos enseña el privilegio- lo lleva, en ocasiones, a poner en riesgo a su propios amigos. Okupas sabe que a la precariedad no se puede ir de shopping, como canta Jarvis Cocker en “Common People”: Ricardo no conocerá nunca la experiencia del Pollo, el Chiqui y Walter, aunque los quiera muchísimo e incluso aunque viva con ellos. No puede saber lo que es sentirse sin red; sin embargo, estará bastante cerca, y esa es también una historia sobre la fragilidad del privilegio en América Latina.
Si tengo que pensar en qué diferencia hace ver Okupas hoy o hace veinte años, me interesa mucho más lo contracultural de su ritmo que los códigos morales. Ricardo, el Pollo, Walter y el Chiqui se la pasan perdiendo el tiempo: tienen conversaciones que no van a ninguna parte y aventuras que no se retoman, pasan mucho tiempo tirados haciendo nada y sin siquiera hablar de nada importante. El personaje de Clara, la prima prolija de Ricardo, da a entender que ya en esa época perder el tiempo era una forma sutil e incisiva de la rebeldía: la historia se trata en parte, por supuesto, de cuatro jóvenes que no van a ningún lado porque no tienen adónde ir, pero también de una negativa a participar de ciertas formas de vida, y aun un rechazo a desearlas, sobre todo en el caso de Ricardo que las tendría muy a la mano. Las tendencias hacia la hiperproductividad como ideal humano que se vislumbraban hace veinte años no han hecho más que profundizarse, e incluso creo que hasta se han adueñado de la ficción: los tiempos estirados en los que actúan especialmente Walter y el Chiqui, el modo en que hacen que los minutos de aire sean de goma, como si no hubiera ningún apuro porque pasara algo porque en realidad sí está pasando algo, sí se está llenando la pantalla de cuerpo y de verdad, me dieron una sensación que hacía mucho no sentía mirando contenidos originales de plataformas. Ya en esa época, supongo, debía ser curioso de ver: el ritmo de esos muchachos recién caídos del sistema no tiene nada que ver con el ritmo de la televisión, y por eso produce magia.
No puedo escribir lo que me gustaría escribir ahora sin arruinar el final, y en este caso me parece importante preservarlo; pero no puedo dejar de decir que, justamente, la historia del extraño que llega al pueblo funciona en Okupas porque se disuelve. En algún sentido creo que es algo que pide la propia estructura: para seguir escondiéndose, para no volverse fría, para no volverse una opinión, se tiene que hacer líquida, tienen que hacerse borrosos los límites entre el pueblo y el extraño. El espectador tiene que sentir, como lo sentimos en Okupas, como lo siente Ricardo, que el piso se vuelve un remolino en sus pies.
TT
0